2011/10/29

Polvo de luna, cuerpos fundidos.



La fuerza de Morfeo me entrega a tu sueño. Recorro las Ramblas entre el gentío, callejeando, sin todavía poderte ver cierro los ojos y claramente deslumbro la fuerza de tú luz. Separados por tres o cuatro calles que se entrecruzan y por una multitud que lo ocupa todo, pero que se diluye hasta desaparecer por la fuerza de una luna llena, haciendo que nuestro encuentro sea inevitable.

Somos los únicos tangibles que quedan en la ciudad, pues el brillo de nuestros ojos nos ha salvado y nos hemos reconocido por la sonrisa mutua de entendimiento.




Mi brazo se extiende hasta tomar tu mano, entrelazándose nuestros dedos en un nudo marinero que con el simple deseo de una parte puede deshacerse, pero que nuestro común rumbo afianza para volar en busca del refugio en el que compartir nuestro edén.

Morfeo se empeña en cubrirnos con las sábanas de Eros. Complacidos por seda tan suave nos recorremos con la vista, mientras las yemas de los dedos van descubriendo, recreándonos, la sensibilidad de nuestras superficies ante el nuevo tacto.

Nuestros rostros mantienen la distancia de una mirada cargada de deseo. La edad nos modera y hace expertos leyéndonos nuestros gustos, aprendiéndonos ante cada estímulo y encontrar así el momento en que nuestras bocas, ya abiertas, dejan el camino libre al primer contacto de la punta de nuestras lenguas, que juguetonas, se complacen en rodearse y apretarse con el sello de nuestros labios, en un primer beso que pretende acelerarnos.

Nos damos tiempo para la contemplación mutua, mostrando el uno al otro el gozo de nuestros envoltorios. Mis manos hacia arriba buscan las tuyas que extendidas sobre las mías se deslizan hasta alcanzar nuestras espaldas y quitan las últimas ropas que nos envolvían, lánguidamente expuestas al reflejo de la luna llena que se filtra entre nosotros.

Desciendo por un lado al monte de Venus que señorea tú pequeño jardín colando en él mi mano, al tiempo que la otra acaricia en un masaje tu espalda, y aprieta, al final de su recorrido, una de las joyas que ensalzan tu figura, ahí donde la pierna pierde el nombre. Tú has estado acariciando las dos flores del nardo que ya se pavonea ante tu belleza.

Sentada en esta nube de algodón acerco mi boca a tu oreja y te hablo quedo: Tengo sed de tu miel, te digo. Cierras los ojos, nos buscamos a besos de rastreo el lóbulo más dispuesto de nuestras orejas.

Paramos el tiempo. Descendemos, retorciendo nuestros cuerpos asentados, desde nuestras nucas por el torrente electrizado del rocío que nos llega al pecho, en esa noche de verano húmedo.

La textura de nuestra piel en las incisiones de la yema de nuestros dedos, como sin querernos tocar, aceleran nuestra sensualidad y el deseo. Nos acariciamos un pecho e introducimos el otro en cada boca. Con sólo doblar mis rodillas aparece el lago seco en el que la lengua hace alguna diablura, me delito con el primer despliegue de tu placer en el encuentro casi furtivo de tus otros labios con los míos, y hace su aparición tu mar de sal al batir de mi húmeda escondida y entusiasmada, por los primeros fluidos del néctar libado.


Apoyas tus piernas sobre mi espalda. Te relajas y dejas que haga hasta que un nuevo flujo aparece por la comisura de mis labios, que absorbo y extiendo hasta tu lado oscuro, el cual beso. Vuelvo al origen de tu incipiente dicha, pero no me dejas volver a beber, pues tomas mi cabeza con tus manos para besarla.

Me pides que me entregue entero y conduzco el nardo hasta la tierra que me reservas. Lo voy plantando poco a poco para que lo acojas con fuerza y se asiente completamente y paramos de nuevo el tiempo, pues la marea de tu mar ya lo zarandea a su gusto.

Entre flujo y flujo, marea y marea el alba se aproxima una y otra vez con sus primeros rayos dejando que los cuerpos fundidos y refundidos despierten con el calor del primer sol, día a día, en sus primeros meses de vida...