Picaflor
Desde los tartesos |
No mostraba ni de niño
el objeto de su deseo. Había que observarle detenida y seguidamente para ver
cuál era su capricho, pues no había lloro y la intención no quedaba
transparente a ojos de sus padres, preocupados por sus maniobras para coger las
galletas del armario que ya le habían cerrado con llave y evitar así que las
comiera a deshoras. El vacío que dejaba era
un misterio y una premonición. Sin abrir la puerta, las galletas se desvanecían. Corría el armario que estaba pegado a la pared, desmontaba su fondo y volvía a
dejarlo aparentemente intacto, pero con el botín goloso del interior en sus
manos.
Miraba casi de soslayo
y con una sonrisa entre divertida e insinuante de muchas posibilidades, captaba
la atención. Con el paso de los años aprendió a utilizar de forma más oportuna,
más convincente, ese mirar risueño, adornado con una pincelada de ternura. En
este punto, decidía aceptar o no el envite que él mismo provocaba con su verbo
fácil. Escuchaba y fijaba la mirada en la pupila de su interlocutor, asentía
con gestos de comprensión que le hacían ladear la cabeza, subir las cejas y
apartar la mirada sin dejar de sentir con un sexto sentido la energía que se
estaba liberando.
En los tiempos de
libación del polen, utilizaba como un juego de las reacciones la seda de las
palabras; los detalles de su comprensión, al escuchar y atender los reclamos; la esencia de los olores no cargantes, que le
ayudaba a embriagar el deseo en los primeros escarceos; la mirada de ojos
alegres, en el primer encuentro de las pieles; y el picar de flor, que calmaba el desahogo más animal que llevaba dentro, hasta
que fue alcanzado por el tiempo en que le
inundaba el vacío.
El hedonismo de ayer se transformaba en la languidez de las flores en su adiós de transformación, haciendo perder a
Picaflor el sentido de su ser, bajo la soledad profunda de una mirada de
desidia primero, e inerte después, ante el espejo.
© Samier 2014 12
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