Baile
¿Sientes
mis dedos sobre tu espalda? Le dijo él colocándose delante, frente
con frente, y dándole un pequeño impulso hacia si, al tiempo que
estudiaba la cadencia a la que tenía habituado su cuerpo:
¿flexible, rígido, blando?
Sí,
le contestó ella, abrazándose con su mano izquierda en alto, a la
espera de que su derecha le tomara el alto de la espalda. Adelantó
el pie izquierdo para no caer en su cuerpo como si fuera un pesado
saco de arena.
Eso
es, susurró con una leve sonrisa que se quedaba en mueca. Ella era
dúctil desde el primer impulso y sus pies se movían con un control
preciso cargado de intuición. Sabía bailar aunque no tenía
conciencia de ello.
Fotógrafa: Ruth Bernhard
Mil,
dos mil, un millón de veces llegó a posar él la yema de los dedos
sobre el valle delicado de su hombro. Antes de que su intención se
hiciera tacto, su mirada les indicaba el momento y la cadencia de sus
pasos, hasta lograr con los ojos cerrados la interiorización de la
coreografía que la música pedía.
La
música, en su interpretación corporal, era cincelada en cortes
perfectos, y su ritmo, raptado por la concreción del movimiento.
Bailaron así por un tiempo, percibiéndose en un nirvana que tensaba
sus cuerpos hasta integrarlos en un mecanismo único, ingrávido,
cálido y próximo.
El
día se hizo baile. Pasaban las horas y una amalgama de calor, música
y luz escarlata emanó de los pies danzantes, se extendió por los
dos cuerpos, pura música en su vibración, dejando ver un difuminar
de formas cada vez más blancas, más intensas y más etéreas.
Fotógrafo: Howar Schatz
Realmente,
tocaron el éxtasis en un abrir y cerrar de ojos, mientras una nueva
melodía volvió a apoderarse de sus formas y éstas a desprenderse
de la música, dejando al dúo agotado y en un letargo que el tiempo
se encargó de obrar en un nuevo despertar que duró una vida.
©
Samier 2015 08
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