Tortura
Apenas se pudo
levantar. Esta vez, él había ido muy lejos. No le dolían solamente los golpes
que recibió con el pie en el culo, la espalda, piernas y tronco. Ninguno
delante, pues desde el primero de los golpes se dobló como un feto,
protegiéndose con sus brazos la cabeza, y todo lo que pudo. Le dejó en el suelo
un instante que le sirvió para poder incorporarse muy lentamente, apoyando sus
rodillas, para tratar de erguirse. Entró de nuevo la fiera con un cinto en la
mano y sin mediar palabra le marcó la cara y espalda, haciéndole brotar gotitas
de sangre, que impregnaron el arma de tortura.
Cuando se despertó, una
luz natural intensa volvió a cerrarle los ojos. Con intermitencias y mucho
miedo, abrió y cerró los párpados, hasta que poco a poco la luz ambiente dejó
de hacerle daño. Se encontraba en el hospital, aún con espasmos y un temblor
intermitente, que le hizo permanecer en duermevela durante todo un día.
Nadie le visitó, ni se
interesó por él. Fue atendido por los servicios sociales que le habían recogido
en la puerta de su casa en estado inconsciente. Pasó veinticuatro horas fuera
del mundo, o mejor, sin contacto con él. Tres días más entre el frío y los
calores del cuerpo estuvo luchando por sobrevivir, hasta que logró incorporarse
de la cama, gracias a los cuidados del frío equipo médico.
No articulaba palabras,
se comunicaba con los ojos y movimientos ligeros de cabeza. Fue tratado por especialista,
pero siguió sin hablar. Se hizo un experto de la comunicación en una dirección
y un sentido. Se hacía entender en lo que quería, pero no hablaba de nada, inmerso
en el mutismo más absoluto. A pesar de su manifiesto desequilibrio, en un
ambiente de recortes presupuestarios, fue dado de alta y llevado, por orden del
juez, a un centro para menores, con el fin de protegerlo del progenitor que le
había dado una última paliza, y que más pronto que tarde volvería a su casa al
carecer de antecedentes penales.
Ensoñaciones explosivas,
que hacían saltar por los aires todo lo que le rodeaba, coincidían con los
latigazos que había recibido, especialmente en mitad de la noche. A los dos
años, por primera vez en su vida, se le dibujó una sonrisa de aparente
felicidad, al ver saltar por los aires el lugar de su tortura, y el alarido de
un rostro fragmentado, el de su padre.
@ Samier 2015 10
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