2015/10/06

Tortura

Apenas se pudo levantar. Esta vez, él había ido muy lejos. No le dolían solamente los golpes que recibió con el pie en el culo, la espalda, piernas y tronco. Ninguno delante, pues desde el primero de los golpes se dobló como un feto, protegiéndose con sus brazos la cabeza, y todo lo que pudo. Le dejó en el suelo un instante que le sirvió para poder incorporarse muy lentamente, apoyando sus rodillas, para tratar de erguirse. Entró de nuevo la fiera con un cinto en la mano y sin mediar palabra le marcó la cara y espalda, haciéndole brotar gotitas de sangre, que impregnaron el arma de tortura.

Cuando se despertó, una luz natural intensa volvió a cerrarle los ojos. Con intermitencias y mucho miedo, abrió y cerró los párpados, hasta que poco a poco la luz ambiente dejó de hacerle daño. Se encontraba en el hospital, aún con espasmos y un temblor intermitente, que le hizo permanecer en duermevela durante todo un día.

Nadie le visitó, ni se interesó por él. Fue atendido por los servicios sociales que le habían recogido en la puerta de su casa en estado inconsciente. Pasó veinticuatro horas fuera del mundo, o mejor, sin contacto con él. Tres días más entre el frío y los calores del cuerpo estuvo luchando por sobrevivir, hasta que logró incorporarse de la cama, gracias a los cuidados del frío equipo médico.

No articulaba palabras, se comunicaba con los ojos y movimientos ligeros de cabeza. Fue tratado por especialista, pero siguió sin hablar. Se hizo un experto de la comunicación en una dirección y un sentido. Se hacía entender en lo que quería, pero no hablaba de nada, inmerso en el mutismo más absoluto. A pesar de su manifiesto desequilibrio, en un ambiente de recortes presupuestarios, fue dado de alta y llevado, por orden del juez, a un centro para menores, con el fin de protegerlo del progenitor que le había dado una última paliza, y que más pronto que tarde volvería a su casa al carecer de antecedentes penales.

Ensoñaciones explosivas, que hacían saltar por los aires todo lo que le rodeaba, coincidían con los latigazos que había recibido, especialmente en mitad de la noche. A los dos años, por primera vez en su vida, se le dibujó una sonrisa de aparente felicidad, al ver saltar por los aires el lugar de su tortura, y el alarido de un rostro fragmentado, el de su padre.


 
@ Samier 2015 10 

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